Poesías Completas



                                                  









                                                              El ultimo beso de la libélula

 

Ayer no recuerdo la senda

de idolatrías y reminiscencias

dejada por tus ojos en mí,

pero si tus últimos besos.

 

Fueron profundos y nectarinos

como las olas vienen y desnudan

la arena, donde me quede un poco

entre los surcos de tus labios.

 

Absorbí los tuyos como águilas

temerarias cuando se funden

en los confines horizontes

tragando grullas escondidas.

 

La tarde parecía de oro

y tu boca se abría ilusoria

de mariposas blancas

cundían las orillas arcanas.

 

Y me quede, adoctrinado anochecido

caracol lamiendo los cabellos plateados

de tus álgidos labios. Fui forastero

salivando tus plantíos de los veranos.

 

 

Bebi en la lumbre el ocaso

sediento de tu lengua desgajada

y me dormí como noche

de madrugada.

 

 

Y rodé como duende entre tus bosques,

entre sudarios salinos de tus elfos

carnosos y me quede colgado

como el recuerdo que no se olvida.

 

 

Te aprete contra mi pecho aquella tarde

cuando el sol apenas huía escondiéndose

                                                    por el limonar y te agarre como libre,                                                                                

como león a su presa emboscada.

 

 

Embestí tus cabellos y me enredé

en tu cuello febril y lascivo

luego acercaste tu boca

con tus labios tímidos a los míos.

 

Fueron míos los pétalos

que en ellos florecieron,

pero las lunas de la miel

fueron tuyas y del olvido.



EL viernes de medianoche

 

El frio insospechado hacia hueco,

en el suspenso tímido que mi amor

tenía, temblando los labios por un

beso mío.

 

Las calles parecían dulce néctar,

combinado con el impaciente reloj,

que mi frívola amante trasnochaba

en su muñeca.

 

 

Vestida de sereno parecía roja

seducción con su vestido carmesí,

luego, plante mis manos en las suyas

y mis dedos volaron.

 

Se fueron como aves forasteras

unas por sus mejillas sombrías,

otras entre sus cabellos de oscuridad

se enredaron.      



 Entre sábado y domingo

 

 

En el penúltimo salmo los amantes

se tocan y se miran como sosiego

tibio del pábilo cálido de la esperma

en llama.

 

La víspera medianoche se deshilacha

de la madeja encendida de los novios

que parecen dos abejas escondidas

en la flor.

 

El sábado despide lo que los amantes

dejaron empezado y el domingo consterna

su plagio como ladrón las espesuras del amor

que no sabe.

 

Recorre como humedad, la pampa el aguacero.

El vocablo desliza la prisa urgente de libertad

Atada a sus cuerpos el más bello credo

prisionero.

 

La madrugada reposa lo imposible que no fue

en la fiebre de dos amantes, leves criaturas

hechas de delirio y de blancura en la levedad

que el sueño encierra.

 

 

No hubo sombras ni rincón ni recelo oculto

en la piel desnuda de la madrugada, sino

caricias que corrían como íntimos profundos

mudos impuros.

 

El febril silencio fue atropellado

Por el murmullo grave, hondo y violento.

Ninfa que viene de aquel sutilísimo pétalo

de mi escaso recuerdo.

 

 

De nuevo el amor ha venido como sequia

a emanar lluvia entre dos amantes

que por el verano parecían lobos sedientos

mordiendo su bravura.



Vorágines

 

Ayer la fortuna mía fue tropezar,

los ocultos cohesivos de tu sinersia.

Ellos escondían con ascendencia divina,

el plagio de los segundos.

 

Por las tardes de pronto venían,

los pájaros negros de tu ausencia,

y volvían a irse desplumados

por el hambre.

 

Perdidamente yo, en ti vi,

los naufragios de tu sonrisa envolventes,

y tú presencia parecía como el rincón de las estrellas

donde se estrellan.

 

Y tus labios y los míos se juntaron,

carcomiéndose los infinitos conservados,

de tu inocencia dormida indescubierta,

por las travesías.

 

Tu eres un mar, sediento remolino,

cuya extensura se revuelve desenfrenada,

como las olas cuando van muriendo,

en cada elocuencia.

 

 

Nuestros desnudos abismos fueron una,

azulada profundidad de fuerzas enceguecidas,

entre encuentros y desencuentros temblorosos,

de efervescencia.

 

 

 

Y tus manos y las mías desgarraban hiriendo,

la clemencia desbordada de tus caderas,

untadas de la fiebre, la cual corría por tus piernas,

arañando la creciente.

 

Tu alma fue mía como mansa tormenta,

inseparables grises de las noches,

Te volviste mi cuento, mi derrota y mi tragedia

Los nutridos de mi sentencia.

 

                                                                  






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